martes, 14 de enero de 2014

Náufrago.

A veces me siento como náufrago en noche de tormenta. Arrojado por la borda de un galeón inexistente, golpeado por las olas de la adversidad en un mar embravecido bajo la negrura de una noche sin estrellas, apenas asomando la cabeza entre golpe y golpe de agua salada, débil, aferrado a un escuálido madero, flotando a la deriva. Y maldiciendo a los Dioses por mi mala fortuna…


…A todos nos pasa alguna vez. Esa sensación de tocar fondo tan, tan negativa que parecemos llevar una nube negra que arroja lluvia, permanentemente, sobre nuestras cabezas aun sentados en el salón de casa. Y algún otro mal rayo que nos parta…

Nadie puede pretender ser feliz eternamente, de principio a fin de su vida (o, al menos, desde que se tiene conciencia de existencia). No. Pero no viene mal que, de cuando en vez, nos sonría la Diosa Fortuna.

Sin embargo, lo bueno que tiene tocar fondo es que, más bajo, ya no podemos ir. Ya estamos ahí. Se trata de alzar la cabeza, mirar hacia arriba, elegir bien la soga, trepar hacia la luz, subir las escaleras aun arrastrándonos, nadar hacia la orilla.

La mayor parte de la Humanidad se encuentra en esta situación. Hay quién ni come, ni puede vestirse, ni cobijarse bajo un techo. Soy plenamente consciente de que, los que tenemos la suerte de vivir en el ‘Primer Mundo’ (término discutible…), somos unos privilegiados. Pero eso no implica que seamos plenamente felices. En mi caso, desconozco lo que es eso. Al menos, hoy por hoy, ‘me pilla algo a tras mano’. Sin embargo, acostumbrado a superar (hasta ahora) muchas etapas de mi vida (no exentas de dureza), acostumbro a tener mi cabeza a flote, mirar siempre hacia arriba, nadar hacia delante. Y, no sin esfuerzo denodado, siempre he acabado encontrando la Costa.


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