A veces me siento como náufrago
en noche de tormenta. Arrojado por la borda de un galeón inexistente, golpeado por
las olas de la adversidad en un mar embravecido bajo la negrura de una noche
sin estrellas, apenas asomando la cabeza entre golpe y golpe de agua salada, débil,
aferrado a un escuálido madero, flotando a la deriva. Y maldiciendo a los
Dioses por mi mala fortuna…
…A todos nos pasa alguna vez. Esa
sensación de tocar fondo tan, tan negativa que parecemos llevar una nube negra
que arroja lluvia, permanentemente, sobre nuestras cabezas aun sentados en el
salón de casa. Y algún otro mal rayo que
nos parta…
Nadie puede pretender ser feliz
eternamente, de principio a fin de su vida (o, al menos, desde que se tiene
conciencia de existencia). No. Pero no viene mal que, de cuando en vez, nos
sonría la Diosa Fortuna.
Sin embargo, lo bueno que tiene
tocar fondo es que, más bajo, ya no podemos ir. Ya estamos ahí. Se trata de alzar
la cabeza, mirar hacia arriba, elegir bien la soga, trepar hacia la luz, subir
las escaleras aun arrastrándonos, nadar hacia la orilla.
La mayor parte de la Humanidad se
encuentra en esta situación. Hay quién ni come, ni puede vestirse, ni cobijarse
bajo un techo. Soy plenamente consciente de que, los que tenemos la suerte de
vivir en el ‘Primer Mundo’ (término discutible…), somos unos privilegiados. Pero
eso no implica que seamos plenamente felices. En mi caso, desconozco lo que es
eso. Al menos, hoy por hoy, ‘me pilla algo a tras mano’. Sin embargo,
acostumbrado a superar (hasta ahora) muchas etapas de mi vida (no exentas de
dureza), acostumbro a tener mi cabeza a flote, mirar siempre hacia arriba,
nadar hacia delante. Y, no sin esfuerzo denodado, siempre he acabado
encontrando la Costa.
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