viernes, 3 de enero de 2014

Fuego, camina conmigo.

Anoche conseguí dormirme durante seis minutos, lo que duró el anunciado descanso publicitario de la serie que estaba viendo (luego dormí algo más, no estoy tan disparatado…) y, durante ese corto periodo de tiempo, entrar en fase REM. Sueño profundo. Soñar. Y soñé que vivía en una calle un poco extraña. Llegaba, no sé bien de dónde, con la media tarde de un día gris mirando hacia el oeste. Iba a colgar mi cazadora vaquera en la puerta de una casa que supuse mía pero decidí hacerlo dentro, sobre el respaldo de una silla. Entré y, viendo que estaba ocupada por tres bolsos de mujer, dos de mano y una cesta de cuero marrón, tiré de la silla hacia a mí, cayendo la cesta al suelo. Entonces una hermosa joven, rubia, pálida, de ojos azules, me decía que no tenía la mayor importancia. Sabía que era mi esposa. Le dije: ‘Necesitas salir aunque tan sólo sea a dar un pequeño paseo’, pero ella rechazando con un inapreciable movimiento lateral de cabeza la idea, amable, delicadamente, me respondía con una sonrisa lánguida como de recién dejada atrás una enfermedad. Sin hablar. Yo, para mis adentros, me reprochaba el haberle sido infiel, causa de sus males y que, por mucho que me hubiera perdonado, aún no se encontrara lo suficientemente fuerte como para salir a la calle. Y, aún menos, acompañada por mí. De repente, el aire comenzó a arder, con un fuego rojizo-amarillento, sin tonalidades azuladas, sin sufrimiento. El calor subía desde nuestros adentros sin quemarme, sin quemarnos. Nos mirábamos a los ojos. Sin decir nada. Y me desperté…

A menudo pienso que, como en la precuela de mi ado-añorada serie ‘Twin Peaks’, el Fuego camina conmigo, ¡Maldito Lynch incapaz de finalizarla…! Me gusta llevar de la mano a la Llama. Y no por el calor que desprende; prefiero un millón de veces el frío; cuando me toque visitar el Infierno para toda la Eternidad, ya veré cómo me las apaño…

…Pasear con la Llama ‘tiene su aquél’. Supone complacerse en un agradable roce cálido, distinto del de cualquier otra dama. Pero el peligro es infinito, constante. La intensidad de su tacto, si no se controla, puede llegar a abrasarme si  no estoy atento, si no me mantengo frío, en mi sitio. Es cuestión de concentración. Si la pierdo, aunque sea tan sólo por un instante, puedo quedarme sin manos. Y no podría volver a disfrutar del placer de acariciarla. Una mirada de las suyas, si me coge desprevenido, bajas las defensas, puede llegar a dejarme ciego. Así es su extrema belleza. Si me habla, me susurra, ¡cuidado! No debo dejar que se acerque demasiado a mis oídos; podría quedarme sin ellos, y, por lo tanto, sin poder volver a disfrutar del crepitar de su voz. Si se detiene y nos miramos a los ojos, debo protegerlos. La intensidad de su mirada es tal que me dejaría ciego como la de mil soles. Si se me acerca y permito que su olor infinito penetre, anulando mis sentidos, debo ser precavido; perdería hasta la capacidad de respirar. Abrasaría mis pulmones. Si acerca sus labios a los míos debo estar alerta ya que, si decide (si decido, si caigo en sus redes) besarme y no humedezco adecuadamente mi boca…, ¡ay! Mis labios, mi lengua, mi garganta arderían de por vida. Y no podría volver a complacerme en el éxtasis de sus besos…

Y, ¿qué hacer cuando, a pesar de todo, gusto, amo seguir gozando de su compañía? ¡Amigo mío, es lo que tiene arriesgarse! Es lo que el Fuego posee, el calor de su Llama. Gusta, fascina, enamora. Y quema.


Y, por supuesto, ¡JAMÁS! debo permitir que mis sentimientos hacia esa Llama que se me antoja infinita, traspasen la línea de lo meramente enigmático, sutil, silencioso, cuasi secreto, que llevar a la tumba. Eso supondría que, en menos de lo que ella tardase en hacerme arder desde el fondo de mi alma, me encontrara a las puertas de esa cueva en la que, seguro que con cierta amabilidad no desprendida de desdén, el Caronte de turno me habría dejado, luego de cruzar la laguna Estigia, en manos de Hades. Y eso va a tardar todavía. Un poco.



jueves, 2 de enero de 2014

El Viento (y el León).

No sé qué pasa en mi ciudad pero no hay un solo día a lo largo del año (¡de tantos años…!) en el que el maldito viento, venga de donde venga, sople de donde quiera (y llámese como quiera llamársele), deje de molestarme. Ya sea en una noche de invierno, abriendo mi balcón y sacándome, siempre, de uno de mis sueños en los que, ¡SÍ!, soy un Dios (o un Diablo; sí, mejor esto último…), con un estruendo horrible, como si un cañón atronara desde el estómago de un león gigantesco, mezclando su rugido con el de éste. Ya sea a modo de silbido continuo entre los huecos de las persianas que cubren mis ventanales, colándose por cualquier rendija, impidiendo que pueda concentrarme, un día sí y también el siguiente, y el otro…

Salgo a la calle y, ¡sorpresa!, ahí está. Millones de hojas golpeándome, enredándose en mi pelo. Elevando las faldas de las chicas más allá de donde el decoro manda. Arremolinando papeles en las esquinas. Tumbando ancianas y niños pequeños. Cubriendo mis retinas de lágrimas. Llenando las calles de, cuando llueve, paraguas desvencijados, mudos testigos de lo cruel que puede llegar a ser. Porque, y ésa es otra, en mi ciudad JAMÁS llueve hacia abajo. Cuando el Cielo decide que ya está bien de Verano, que toca mojar sus calles, nunca envía sólo a sus hijas, gotas de lluvia que, a veces, adoro sentir sobre mi rostro. No: éstas vienen con el viento, golpeándome con furia, azotándome duramente cada vez que me atrevo a pisar la calle, haya o no haya más remedio que hacerlo.

Cálido hasta la extenuación, húmedo hasta ondular mi cabello, frío, las menos de las veces. Siempre presente en mi vida. A veces pienso que hay alguien por ahí que me odia tanto que lo envía para que me castigue, ya que no se atreve a salir a hacerlo en persona. Y, menos, con la que está cayendo en el Mundo desde… siempre. Y no es éste, precisamente, un País para que los Dioses, vengan de donde quieran hacerlo, se atrevan a salir a castigarme, a castigarnos a todos. Mis Monstruos, alojados en lo más profundo de mi subsconciente, dormidos pero letales, acabarían con ellos como Saturno con sus hijos.


Pero, ¿quieren saber algo? Lo más curioso es que, cuando estoy en un lugar en el que no hay viento, salgo a la calle y, al cabo de unos instantes, echo algo de menos. Algo me falta. Y eso me inquieta. Debe ser que el Viento, como el Desamor, como una amante perdida y no llorada lo suficiente, cuando me fustiga con furia, por mucho que me duela, por mucho daño que me produzcan sus golpes, me deja esa sensación de estar vivo que tanto debiera gustarme y que, a veces, odio hasta la saciedad. Debe ser que, como alguien escribiera, ‘Ni contigo ni sin ti…’. Ni con Ella ni sin Ella. Tanto monta, ya saben... En definitiva y, como escribiera José Ángel Buesa 'Son tan buenos amigos mi corazón y el viento'.