Una ligera brisa, unida a los
primeros destellos de Sol de una incipiente mañana, fresca a pesar de ser de Julio, hizo que
comenzara a abrir sus ojos. Se encontró, de repente, en la playa. Protegió sus
delicados ojos con sus eternas gafas oscuras. Aún recordaba (casi) todo lo
sucedido la noche anterior: la música, las chicas, el alcohol…, el peligro
dibujado en el horizonte de una oscuridad que todo lo transforma, que oculta lo que no interesa. ‘Y, al final, para
acabar despertándome solo’, -pensó-…
De repente, oyó voces. A lo
lejos, unos trabajadores municipales de los que, a primera hora de la mañana,
se ocupan de mantener limpia la arena para los bañistas ansiosos de sol y mar,
unidos a algún que otro matutino paseante veraniego, se agrupaban, daban voces
y gesticulaban compulsivamente. Él, que nunca fue de interesarle este tipo de
situaciones, sin saber por qué, se sintió incómodo. Y un pequeño escalofrío
recorrió su espalda.
De repente, oyó sirenas y vio
cómo se acercaban policías y cómo miembros del ‘061’ salían corriendo de una de
sus ambulancias de urgencias.
Sacudió la arena de sus ropas y
se dispuso a ver qué demonios ocurría, presagiando lo peor para alguien.
Sintió el color de su cara cambiar, el vello de su piel erizarse, su pulso aumentar la frecuencia de sus latidos, sus sienes perlarse de frías gotas de sudor. Sobre la arena de la playa yacía el cadáver, relativamente joven, de un hombre. Los servicios de urgencias comentaban que ‘ya poco quedaba por hacer. El corazón había dejado de latirle hace algunas horas’.