Días radiantes que preceden tempestades. Calmas que
anteceden tormentas.
He observado que, en mi vida, todo se presenta con una de
ambas opciones. En mi maldita existencia, todo es cíclico. Por ello, nunca sé
cuál de ambas situaciones es la mejor.
¿Días de vino y rosas que acaban en noches de blanco satén?
¿Noches de tiempo tormentoso que desembocan en días de lluvia? Nada dura
eternamente. Más tarde o más temprano, bueno o malo, todo acaba. Ahora bien,
una cosa he aprendido con el devenir de los años: trato, ni más ni menos, que
de disfrutar al máximo del tiempo de bonanza y, si la cosa se complica,
resignarme y guarecerme. Y mantener a salvo el corazón, bien abrigado en mi
pecho.
¿Vendrán tiempos mejores? Me gustaría, sin duda, creerlo. Y
quererlo. Por ahora, estos son los propios para refugiarse bajo techo. Y ver
como la lluvia golpea los cristales...
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