Nunca jamás he tirado un lápiz a la basura. Ni los he destruido cuando se hacían
diminutos, como si de increíbles hombres menguantes se tratasen. No. Los guardaba
en una cajita. Siempre tuve la certeza de que los lápices atesoraban en su
memoria todo lo que escribían sus dueños; por eso, tampoco los prestaba. No
deseaba bajo ningún concepto que mis lápices conservasen en su memoria recuerdos
que no fuesen míos. Y allí, en su destierro, unos a otros, poco importaban su
procedencia y su color, se contaban secretos que sólo yo conocía. Y ellos,
claro está.