Se decidió. Por fin. Se
levantó de su sillón favorito, ése en el que llevaba sentado ni recordaba
cuánto. Se dirigió, a paso lento, reflexivo, hacia la cocina. Abrió el cajón en
el que se encontraban sus cuchillos, esos con los que cocinaba para ella. Tomando
por la empuñadura su favorito, de dispuso a afilarlo, con la mirada perdida.
Una vez que acabó, le pasó un paño; su rostro, serio, podía verse reflejado en
la hoja, ahora capaz de cortar un cabello en el aire. Guardó el cuchillo en su
maletín, ahora vacío de documentos, de responsabilidades.
Salió de la ducha, se colocó
uno de sus habituales trajes negros con el que solía ir a trabajar, día tras
día, desde hacía mucho. Tenía tiempo, su autobús, el de siempre, tardaría aún
unos minutos en pasar. Tomó su maletín y salió a la calle.
Sentado en su asiento, apoyó la
cabeza contra el cristal. Fuera, llovía ligeramente. Cerró los ojos durante un
rato. Pensó en a cuánta gente había visto desfilar por su oficina, suplicando
poco menos que clemencia. Pero no. Él no podía hacer nada; ‘Órdenes son órdenes, sólo soy un mero empleado de banca’, solía
decir a modo de excusa, quizá para consigo mismo, para no sentirse culpable.
Para no pensar en toda esa ingente cantidad de ciudadanos de a pie, como él, a los que su empresa, su banco de
siempre, había desahuciado, con permiso de la Ley, merced a la maldita crisis.
Todo iba bien. Llegaba a casa
y, cuando la veía a ella, se olvidaba de todo. Y el sol salía para ambos.
Hasta que la recesión, las
vacas flacas, pasaron por su puerta, deteniéndose y llamando al timbre. Su
banco estaba a la quiebra, a la deriva total. Excesos de altos ejecutivos, a
los cuáles no iba a afectar para nada este asunto salieron beneficiados
mientras que a muchos empleados, como él, les tocó quedarse en la calle.
Durante un tiempo pudo ocultárselo hasta que, por fin, no tuvo más remedio que
decírselo. ‘¡No te preocupes!’,
decía, ‘¡Ya verás como todo se arreglará!’.
Pero no fue así. Él ya no tenía edad para encontrar un trabajo, nadie empleaba
a gente de su edad, por mucha experiencia que tuviese. La cosa fue a peor. Ella
enfermó y, su mal se llevó no sólo su vida sino los escasos ahorros que habían
podido permitirse tener. Luego, su banco, ése al que había dedicado todos sus
esfuerzos, no sólo se libró gracias a las ayudas del maldito Gobierno sino que,
además, le hizo lo que él había estado haciendo, indirectamente, a muchos:
perder su hogar…
El autobús se detuvo en su
parada. Se bajó serio, circunspecto. Tenía una cita con el Presidente, ¡el Gran
Jefe!, ése tipo al que sólo había visto una vez. Entró al edificio. Se
identificó ante la amable recepcionista. Se dirigió al ascensor. Subió al piso
42. Allí, una secretaria le dijo que esperara unos momentos. Se sentó y esperó.