miércoles, 20 de agosto de 2014

Una historia de hoy.

Se decidió. Por fin. Se levantó de su sillón favorito, ése en el que llevaba sentado ni recordaba cuánto. Se dirigió, a paso lento, reflexivo, hacia la cocina. Abrió el cajón en el que se encontraban sus cuchillos, esos con los que cocinaba para ella. Tomando por la empuñadura su favorito, de dispuso a afilarlo, con la mirada perdida. Una vez que acabó, le pasó un paño; su rostro, serio, podía verse reflejado en la hoja, ahora capaz de cortar un cabello en el aire. Guardó el cuchillo en su maletín, ahora vacío de documentos, de responsabilidades.


Salió de la ducha, se colocó uno de sus habituales trajes negros con el que solía ir a trabajar, día tras día, desde hacía mucho. Tenía tiempo, su autobús, el de siempre, tardaría aún unos minutos en pasar. Tomó su maletín y salió a la calle.

Sentado en su asiento, apoyó la cabeza contra el cristal. Fuera, llovía ligeramente. Cerró los ojos durante un rato. Pensó en a cuánta gente había visto desfilar por su oficina, suplicando poco menos que clemencia. Pero no. Él no podía hacer nada; ‘Órdenes son órdenes, sólo soy un mero empleado de banca’, solía decir a modo de excusa, quizá para consigo mismo, para no sentirse culpable. Para no pensar en toda esa ingente cantidad de ciudadanos de a pie, como  él, a los que su empresa, su banco de siempre, había desahuciado, con permiso de la Ley, merced a la maldita crisis.

Todo iba bien. Llegaba a casa y, cuando la veía a ella, se olvidaba de todo. Y el sol salía para ambos.

Hasta que la recesión, las vacas flacas, pasaron por su puerta, deteniéndose y llamando al timbre. Su banco estaba a la quiebra, a la deriva total. Excesos de altos ejecutivos, a los cuáles no iba a afectar para nada este asunto salieron beneficiados mientras que a muchos empleados, como él, les tocó quedarse en la calle. Durante un tiempo pudo ocultárselo hasta que, por fin, no tuvo más remedio que decírselo. ‘¡No te preocupes!’, decía, ‘¡Ya verás como todo se arreglará!’. Pero no fue así. Él ya no tenía edad para encontrar un trabajo, nadie empleaba a gente de su edad, por mucha experiencia que tuviese. La cosa fue a peor. Ella enfermó y, su mal se llevó no sólo su vida sino los escasos ahorros que habían podido permitirse tener. Luego, su banco, ése al que había dedicado todos sus esfuerzos, no sólo se libró gracias a las ayudas del maldito Gobierno sino que, además, le hizo lo que él había estado haciendo, indirectamente, a muchos: perder su hogar…

El autobús se detuvo en su parada. Se bajó serio, circunspecto. Tenía una cita con el Presidente, ¡el Gran Jefe!, ése tipo al que sólo había visto una vez. Entró al edificio. Se identificó ante la amable recepcionista. Se dirigió al ascensor. Subió al piso 42. Allí, una secretaria le dijo que esperara unos momentos. Se sentó y esperó.

Fue llamado. La secretaria le abrió la puerta con una impostada sonrisa. Él se presentó. Dio la mano al Gran Hombre. ‘¡Y bien, amigo mío! ¿Qué puedo hacer por usted?’. Sin mediar palabra, colocó su maletín sobre la mesa de nogal. Lo abrió, sacó su cuchillo, ése con el que tantas veces había cocinado para ella. Y lo hundió en el pecho del Gran Hombre. Tan sólo una vez. Fue suficiente. Ya no haría más daño a nadie. Y poco importaba lo que a él pudiera ocurrirle a partir de ahora.