No sé qué pasa en mi ciudad pero
no hay un solo día a lo largo del año (¡de tantos años…!) en el que el maldito
viento, venga de donde venga, sople de donde quiera (y llámese como quiera
llamársele), deje de molestarme. Ya sea en una noche de invierno, abriendo mi
balcón y sacándome, siempre, de uno de mis sueños en los que, ¡SÍ!, soy un Dios
(o un Diablo; sí, mejor esto último…), con un estruendo horrible, como si un
cañón atronara desde el estómago de un león gigantesco, mezclando su rugido con
el de éste. Ya sea a modo de silbido continuo entre los huecos de las persianas
que cubren mis ventanales, colándose por cualquier rendija, impidiendo que
pueda concentrarme, un día sí y también el siguiente, y el otro…
Salgo a la calle y, ¡sorpresa!,
ahí está. Millones de hojas golpeándome, enredándose en mi pelo. Elevando las faldas de las chicas más allá de donde el decoro manda. Arremolinando papeles en las esquinas. Tumbando ancianas y niños
pequeños. Cubriendo mis retinas de lágrimas. Llenando las calles de, cuando llueve, paraguas desvencijados, mudos
testigos de lo cruel que puede llegar a ser. Porque, y ésa es otra, en mi
ciudad JAMÁS llueve hacia abajo. Cuando el Cielo decide que ya está bien de
Verano, que toca mojar sus calles, nunca envía sólo a sus hijas, gotas de
lluvia que, a veces, adoro sentir sobre mi rostro. No: éstas vienen con el
viento, golpeándome con furia, azotándome duramente cada vez que me atrevo a pisar la calle, haya o no haya más remedio que hacerlo.
Cálido hasta la extenuación,
húmedo hasta ondular mi cabello, frío, las menos de las veces. Siempre presente
en mi vida. A veces pienso que hay alguien por ahí que me odia tanto que lo
envía para que me castigue, ya que no se atreve a salir a hacerlo en persona.
Y, menos, con la que está cayendo en el Mundo desde… siempre. Y no es éste,
precisamente, un País para que los Dioses, vengan de donde quieran hacerlo, se
atrevan a salir a castigarme, a castigarnos a todos. Mis Monstruos, alojados en lo más profundo de mi subsconciente, dormidos pero letales, acabarían con ellos como Saturno con sus hijos.
Pero, ¿quieren saber algo? Lo más
curioso es que, cuando estoy en un lugar en el que no hay viento, salgo a la
calle y, al cabo de unos instantes, echo
algo de menos. Algo me falta. Y eso me inquieta. Debe ser que el Viento,
como el Desamor, como una amante perdida y no llorada lo suficiente, cuando me fustiga con furia, por mucho que me duela, por mucho daño que me produzcan sus golpes, me deja esa
sensación de estar vivo que tanto debiera gustarme y que, a veces, odio hasta la saciedad. Debe ser que, como alguien escribiera, ‘Ni contigo ni sin ti…’. Ni con Ella ni sin Ella. Tanto monta, ya saben... En definitiva y, como escribiera José Ángel Buesa 'Son tan buenos amigos mi corazón y el viento'.
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