Una madrugada (¡una de muchas!)
me desperté ligeramente sobresaltado. No por haber gozado del placer de una
buena pesadilla; eso no me inquieta. No temo a nada ni a nadie y, menos aún, a
un mal sueño producto de vete tú a saber
qué jodida manipulación de mi subsconciente… Lo que sí había de diferente
con respecto al resto de millones de ocasiones es que lo hice con una gran
opresión en el pecho. ‘¡Bah!, nervios
–pensé–. Media vuelta y a intentar seguir durmiendo…, si puedo‘. Como
habitualmente me cuesta mucho (muchísimo) trabajo dormir (tampoco preciso de más),
no di la mayor importancia a este asunto, así como al hecho de que tampoco en
mi pecho persistía esa sensación de presión, sin dolor, sin latidos feroces como
manadas de lobos hambrientos. Sereno, firme, sístole tras diástole y vuelta a
empezar, sentía mi corazón palpitar en mi cabeza en contacto con la almohada,
mullida y suave.
Me dormí de nuevo y, cuando
desperté, ya estaba amaneciendo. Una jodida mañana de otro jodido sábado más.
De pronto, recordé el episodio de la noche anterior. Llevé mi mano derecha, de
forma inconsciente, hacia mi pecho y, ¡sorpresa!, noté que había un vacío en
él. Aunque no soy de alarmarme, esto me extrañó sobremanera, (¡maldita flema
británica!). Realmente no sé si aún continuaba o no dormido aunque, poco a poco
logré incorporarme. No había salido la noche anterior así que era imposible que
hubiera compartido barra con mi amigo Johnnie
W. ‘Si no estoy dormido y tampoco
tengo resaca (algo que, por otra parte, no suele ocurrirme), ¿qué diablos pasa
aquí?’.
Aunque suelo acostarme desnudo,
esa noche me había colocado una camiseta de manga corta, por aquello del Winter is coming… Me dirigí al baño a
ver el aspecto que tenía ese tipo al que hace mucho que ni conozco y que me
mira cada mañana desde el otro lado del espejo. Me dispuse a quitarme la
camiseta y, cuando lo hice me quedé absolutamente helado. En el centro de mi
pecho, en el lugar en el que debiera estar mi corazón, había un hueco. Juro por
el Diablo que seguía oyendo sus latidos en mis sienes, retumbando, que podía
sentir el pulso en mis muñecas. ‘¿Qué
demonios ocurre? Esto debe ser una pesadilla nivel Champions League. Eso es.
Debo estar muy dormido. Dentro de un sueño relativamente lúcido. Tengo que
salir de aquí’. Pero no. Estaba despierto. Bien despierto.
Difícil de sorprender (cada vez
menos), no podía creerme lo que ocurría. ‘¿Por
qué hay un hueco en mi pecho y sigo vivo? O estoy muerto y el Diablo ¡por fin!
me ha hecho caso; seguro que no recuerdo el pacto ni la firma pero eso debe
ser…’. Nada de nada. Bien vivo pero con hueco en el pecho. ‘¿Cómo aparezco ahora por Urgencias y les
muestro esto? Si lo hago voy a ser el eterno conejillo de indias de quién sabe qué
experimentos y de qué gentuza…’. Dispuesto a olvidar el tema y, luego de
una buena ducha y un copioso desayuno, me dirigí a mi habitación, me vestí y,
paso firme y decidido viré hacia la puerta de casa. ‘¡Me voy de aquí! Necesito pensar. Por lo pronto, lo que sí necesito es
una prótesis que disimule todo esto; seguro que encuentro un buen cirujano
plástico que sepa cerrar la boca a cambio de un buen, digamos, estímulo
económico. Luego le corto el cuello y en paz…’.
Por lo pronto y, dado que el día
era más bien frío, una buena bufanda y un abrigo paliaban el desaguisado. Paseé
durante un buen rato, absorto en la cantidad de estupideces y cosas extrañas
que me habían sucedido a lo largo de mi vida, aunque ninguna de semejante
calibre.
De pronto me encontré a las
puertas de mi bar favorito, dos de la tarde. ‘Bueno –me dije–, adentro. Como otro sábado más. Dejemos correr esta
historia. Igual si me emborracho y me acuesto ebrio, mañana, al despertarme,
todo habrá vuelto a la normalidad’. Entré, saludé a mis amigos como
siempre, besos y abrazos para todas, abrazos para todos, besos para muy
poquitos.
El día dio paso a la noche, cada
copa de la mano de la anterior. No sé ni qué hora era cuando salí de allí,
visiblemente afectado por el alcohol pero con ‘mi problema’ a cuestas; eso no
se me olvidaba. Decidí dar una vuelta por el Centro y, entonces, la vi.
Hermosa, como siempre, radiante su mirada, espectacular. Nos paramos a charlar
y pude observar lo que me temía. No había querido reparar en ello; hasta ahora.
Entre sus manos, pequeñas y suaves, como todo en ella, llevaba, nada más y nada
menos, que el corazón que faltaba en mi pecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario