jueves, 7 de junio de 2007

La Calle de la Lluvia II

Con el tiempo, la gente llegó a acostumbrarse —‘A todo se acostumbra uno, hijo’, decía una vendedora de la ONCE de edad indeterminada, pero eso sí, con toda seguridad, avanzada. Tanto fue así que, como la calle no estaba cruzada por ninguna otra, no faltó el despabilado que colocó en ambos extremos unos almacenillos en los que, aquellos que sentían vergüenza debido al hecho de pasear por el resto de la ciudad un paraguas o un chubasquero fuera de tiempo, podían depositarlos a la salida para, luego, volver a recogerlo a la vuelta; también alquilaban a ciudadanos de otras calles, turistas o vecinos despistados que siempre obviaban la peculiaridad de la calle en la que vivían —aun vendían prensa, servían desayunos…, pero ésa es otra historia.

Lo que en un principio pareció iba a quedar en una simple anécdota, inexorablemente desembocó en lo que suele suceder cuando ocurren hechos extraordinarios o fuera de lugar: llegó el momento en el que hicieron su aparición investigadores de todos los estilos posibles; en un brevísimo periodo de tiempo, surgieron como salidos de la nada meteorólogos —parecía lógico—, expertos en fenómenos paranormales —¡cómo no!—, exorcistas —con la Iglesia hemos topado…

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