martes, 7 de octubre de 2008

La Duodécima Campanada

La duodécima campanada atronó a la muchedumbre que se agrupaba en torno al ciprés centenario de la Plaza del Pueblo. Lenta, imperceptible, una redonda invisible, espectral, surgió del eco del tañido y, durante un instante no medido, permaneció levitante para, de pronto, disponerse a descender paralela a la pared de la torre de la Iglesia, fundiéndose con el grito de libertad que emitían los corchos de las botellas de champán al desembarazarse —al fin— de las prisiones de cristal que los retenían…, con los llantos, las risas, las miradas, los abrazos, los besos.

Dejando atrás la Plaza no sin esfuerzo —esquivar los pensamientos de eternas promesas de cambio que suelen venir aparejados a la llegada de cada nuevo año no es tarea fácil, y sabía que un simple roce con uno de ellos supondría el final— se dispuso a atravesar la Calle Principal. Más llantos, más risas, más miradas, más abrazos, más besos. Aun hubo de obviar una dulce melodía que, surgiendo de un viejo tocadiscos, intentó atraerla hacia la ventana de aquella casa en la que se celebraba una fiesta —otra— que tenía, cómo no, como motivo esencial la celebración de la Nochevieja, eterna despedida de ese amigo/enemigo intangible que se va para no volver y la llegada del Nuevo Año —¿qué nos deparará…?

…Durante un suspiro, se sintió confundida, envuelta en un maremágnum de sensaciones —élla que aparentemente fue creada tan sólo con el fin de anunciar un insignificante momento de la Historia, si bien sabía positivamente que su misión era otra bien diferente—: jamás supuso que la existencia de compañeras que, combinadas entre sí, fuesen capaces de dar lugar a nada más parecido —y más terrible— a lo que oía —en el pasado, supo por una compañera de unos seres llamados sirenas, cuyos cantos melodiosos embaucaban de tal forma a los marineros que estos dirigían sus embarcaciones hacia la fuente de la melodía, estrellándose miserablemente contra las rocas (‘Lo sé’ –exclamaba lánguida mi vieja compañera—, ‘Lo sé porque yo fui una de aquellas corcheas surgidas de sus gargantas…’), si bien siempre pensó que esto era pura mitología— fuera cierta… Sin embargo, ahí estaba; dulce, cadencioso, el sonido que surgía por entre las rendijas de los postigos de una ventana semiabierta parecía decirle:

‘Ven con nosotras, únete a la cadena y disfruta… Y haz que los demás disfruten de ti… Por una vez, sé tu misma…’

…Cuando todo parecía irremisiblemente perdido, un golpe de viento la devolvió, afortunadamente, a la realidad. Sin saber bien cómo, fue capaz de sobreponerse a la fatal atracción e, inmisericorde, continuó su camino hacia el destino que le aguardaba inexorable.

Por un instante se detuvo, como olfateando el camino. ‘Debo girar a la izquierda’ —se dijo— y, aguantando la respiración, sorteó los vapores etílicos de un par de camaradas que nadaban abrazados en un mar de lágrimas, lamentándose por los amores perdidos durante el año al que acababan de decir hasta nunca y siguió hacia delante.

Un poco más arriba —el camino se le hizo interminable—, las calles no eran regaladas de la misma luminosidad que las del Centro —‘¿’Todas las ciudades serán iguales?’, se preguntó—, así que aminoró la marcha, aún a riesgo de no llegar a tiempo, puesto que prefería hacerlo in extremis a extraviarse y no llegar nunca.

En un portal, al abrigo de miradas inoportunas y, garabateada entre las sombras, una pareja se arremolinaba entre suspiros y jadeos y perlas de sudor, gozando uno del otro, pasando del tormento al éxtasis, en cumplimiento de uno de los escasos ritos de los que el ser humano podía sentirse orgulloso. ‘Eso es algo que nunca tendré la oportunidad de sentir…’. Y a punto estuvo de ser descubierta por los amantes —tal fue la intensidad de su deseo que casi se hizo notar por uno de ellos—. ‘En adelante, deberé ser más prudente…’


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Aunque no era la noche propicia —'Quizá jamás debieran llegar noches como éstas!', susurró— un joven, apenas arropado por la tímida luz de unas velas, trazaba con su pluma sobre un papel palabra tras palabra. La ventana aún abierta, el aire ya recio, la oscuridad envolvente, la copa siempre llena, las botellas vacías,…

’Alguna vez tenía que llegarme la hora’ —se dijo— y lanzando a la negrura de la noche una exclamación —‘¡Pablo, va por ti!’—, se decidió a escribir lo que tantas y tantas noches —¡Y tantos días!— había estado madurando en su mente.

Perdón, querido Marqués, pero creo que debiera comenzar con dos estrofas de uno de vuestros poemas. Así, pues, vuestro ‘Loor a Doña Juana de Urgel’ —perdonad también, señora Condesa— me valdrá como síntesis iniciática de cuanto deseo exponer con estas letras. Sé que sabréis perdonarme por lo que, con la osadía de lanzar al aire de la noche que cuento con la vuestra aprobación, paso a citaros:

Cuando la fortuna quiso,
señora que vos amase,
ordenó que yo acabase
como el triste de Narciso;
Non de mí mesmo pagado,
mas de vuestra catadura,
fermosa, neta criatura,
por quien vivo e soy penado.

Y, sí, me parece que me comprendéis, sobre todo cuando habréis notado que la dedicatoria de mis palabras se dirigía, nada más y nada menos, que al gran Pablo —y, como debéis suponer, a su ‘Poema XX’, aunque el ‘Poema I’ no es nada desdeñable—, con el permiso de Francisco y sus notorias ‘Cenizas con sentido’ y otros a los que citaré en mi despedida…

…Que nacer hemos nacido para pacer y yacer acompañados es algo que el hombre sabe bien de sobra —ya nos lo decía el viejo San Pablo en el ‘Libro de los libros’ con su ‘No es bueno que el hombre esté sólo’— pero a buena cuenta sabemos ambos que no es lo mismo elegir por elegir —sea por fortuna, belleza o ambas— que hacerlo porque nos lo indica el viejo tambor que por pura biología llevamos todos en el pecho —te recuerdo que a la izquierda, hace tanto que no estás entre nosotros…—. Creo que sabes de que te hablo: los ojos brillan, el pulso se acelera, la respiración se entrecorta, el oxígeno no llega a tus pulmones, las mariposas invaden tu estómago, no existe diferencia entre la noche y el día, ni apetito, ni sueño… El amor, al fin y al cabo… ¡Ya!, ya sé que a algunos os daba por escribir poemas a vuestra amada y a otros por dedicarles canciones o retratos —algunos hasta marcharon a combatir por ellas—, pero cada uno es como es…, y me temo que sabes como va a acabar todo esto. Y ni que decir tiene de esos gurús hindúes que nos enseñan que de amor estamos hechos —de amor y de agua— y que si del primero debemos alimentar nuestro espíritu, con el segundo debemos depurar nuestro cuerpo mortal.

Y, sí, puedes manifestarte cual espectro y aconsejarme todo lo que quieras, pero la decisión está tomada y siento no poder volverme atrás. Muchas, como puedes imaginar, son las circunstancias que a un enamorado llevan a tomar cierto tipo de ‘decisiones’ y a nadie gusta que le cambien su destino cuando, tú y yo sabemos a ciencia cierta, que éste viene más que dado. ¿Qué si echaré de menos su risa…? Y el brillo de sus ojos cuando me miran…, y el movimiento de su cuerpo cuando pasa cerca del mío…, y la calidez de su aliento cuando me habla y la siento cerca, y el roce de sus manos sobre las mías cuando alguna vez hemos jugueteado…, incluso añoraré lo que entre nosotros jamás hubo… Y si no pregúntale a Pablo a que diablos venía aquello de ‘Es tan corto el amor y tan largo el olvido’. Mas no, no me arrepiento, tan solo sé que tomo la decisión acertada, apoyado en el firme impulso que me inclina a pensar que, si no soy correspondido, prefiero no pertenecer al mismo mundo que el suyo —al menos, no al mismo plano… que sí al mismo Universo—. Y no les culpes a ellos; al fin y a la postre, hicieron lo que debían hacer; recuerda que algunas también llegaron a la misma conclusión y, no por ello, las culpamos de lo que hicieron…

…En fin que, como bien sabes que la noche arrecia y dejar quiero solucionado este asunto antes del alba, permíteme que me despida de George, de Percy, de John, de tu amigo Gustavo y de otros que no quisiera dejarme en el tintero y a los cuáles pediré disculpas personalmente —dile a Alfonsina que quiero conocerla.

Nos vemos en un instante.


P.D.: En cuanto a vos, amada mía —y perdonad que emplee este lenguaje tan ‘poco al uso’ hoy en día pero la ocasión lo requiere y no quiero verme, no veros, privada de ello—, no temáis por mi sino, pues decidido lo tengo. Oíd de mi pluma estas breves palabras que deseo os aclaren todo lo que me conduce a tomar esta decisión largamente meditada… Sabed que lo curioso del caso es que la vida del hombre —del hombre que soy— ha transcurrido demasiado deprisa, emplazado en la búsqueda de aquello que anhelaba fuera mi ‘hogar’ para, un buen día, apercibirme de que soy demasiado viejo, de que, si vez alguna lo tuve, mi tren ha tiempo que pasó y ésa mi búsqueda ha resultado infructuosa. Y hete aquí que, es entonces, cuando todo está perdido, que un buen día me doy cuenta de que el amor que mi vida debió alimentar —y ser alimentado por el mío, ese ‘hogar’ del que te hablaba— de repente y, como en una sueño nocturno, aparece… Más, aunque nunca es tarde, no hay nada más cruel que no ser correspondido. Y es entonces, cansado de luchar, cuando el hombre del que te hablo —el hombre que soy— se apercibe de cuánto habría valido la efímera existencia de éste mi espíritu en esta mortal vasija de barro que lo contiene a su lado —al tuyo—. Pero sí que es tarde, y como ya todo quedó decidido —no sin larga meditación——, tan sólo me queda redimirme en aquello en lo que algunos traducen como una simple reacción química y que, tan sólo, es el motor del Universo.

A vuestro, pies, mi señora

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La duodécima campanada llegó, no sin esfuerzo, para ver como tímidamente pero con firmeza, la mano de un joven aún sujetaba el revolver que, instantes antes de llegar a la ventana de su habitación, había oído atronar en el silencio de la noche, el cuerpo sembrado sobre la mesa. En el escrito que aún sostenía en su mano derecha, un diminuto charco de lágrimas, a modo de lacre, emborronaba unas palabras al final del mismo, y una gota de sangre, a modo de sello cruel, se derramaba sobre la salada claridad que, con el último hálito de su vida el joven dejó escapar. Oyó gritos y golpes que provenían desde fuera del cuarto y, antes que dejarse ver, la duodécima campanada se dispuso a emitir los sonidos para los que había sido creada. Un hombre entrado en años derribó no sin esfuerzo la puerta y se acercó con el temor y la pena dibujados en su rostro; tras él, una joven morena de ojos negros, de mirada profunda y de labios jugosos como una fresa fresca bañada en champagne, se aproximó tímidamente al que durante algún tiempo fue su compañero de pensión y al que había llegado a tomar ‘cierto aprecio’, a pesar de su forma de hablar, —algo extraña y demasiado íntima a veces— y de sus modales, excesivamente atentos y exquisitos para con todos y sobre todo ‘¿conmigo?’

…El anciano intentó detener a la joven pero ésta consiguió hacerse con la carta que el joven había escrito a modo de testamento. Cuánto más leía, más se daba cuenta de que algo estaba sucediendo. En cuánto se acercaba al final, una extraña sensación, a modo de misteriosas mariposas pareció invadir su estómago; de repente, la falta de aire en sus pulmones, el acelerado latir de su corazón y las lágrimas que acudían a sus ojos le impidieron seguir leyendo, y pidió al anciano que continuara en su lugar. Éste, visiblemente apenado por el que, durante tiempo, había sido su huésped —y al que llegó a considerar como un verdadero hijo, el que nunca tuvo— y aun emocionado, continuó la lectura en voz alta. Cuando el anciano pronunció las últimas palabras, la joven estaba muda, pálida, incapaz de mover una sola fibra de su ser…

…La duodécima campanada, emocionada e invisible a los ojos humanos a aquellas alturas, se colocó sobre el hombro de la joven y, justo antes de desaparecer y junto al oído de la muchacha, suspiró la melodía para la que había sido creada:

…Te quiero…
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