La Luz, tenue, se abre paso sesgadamente por entre las rendijas de la persiana y continúa firme su camino, colándose a través del filtro de los visillos. Incapaz de causar daño a mis ojos, apenas traspasa mis párpados aún cerrados, aunque logra su objetivo que no es otro que el de devolverme al Mundo de los Vivos, sacarme de mi sueño. Esa luz que las más de las veces hiere mis pupilas hasta el punto en que camino, gafas oscuras, ojos entrecerrados, lágrimas mejilla abajo. La misma, hija de la misma Estrella que me carga las pilas y que, a la vez, me hastía, me agota, no me permite pensar con claridad, con la objetividad suficiente.
Si la Noche transforma, interpreta lo que ven nuestros ojos para confundirnos, para acercarnos más a nuestros más íntimos deseos, anhelos, soledades, vacuidades, hace muchas de una misma cosa, la Luz me causa el efecto contrario. Me torna melancólico hasta el aburrimiento, la apatía, la desidia, la abulia. Hace que todo lo que me rodea me parezca un continuo. Y me torna en uno de muchos. Un árbol más del bosque, ajeno a lo que me rodea.
Corren tiempos oscuros. Nos movemos, habitamos entre sombras, saliendo de casa cuando, aún, es de noche y volviendo a la misma apenas aquélla viene de vuelta. La Luna, a veces, mudo testigo.
Tan solo alguna mañana, un incipiente rayo de Sol hace temblar mi subconsciente, aún vivo entre los vapores de un sueño no siempre reparador, devolviéndome a la cruda realidad. Pero eso solo ocurre dos de cada siete días. Y no siempre el Día y Yo amanecemos despejados como para apercibirnos de que, efectivamente, el Astro ha vuelto a las andadas. Aguardo, paciente. Y salgo a la Luz de la Noche para completar el círculo hasta casi la hartura, el empalago, de rendirme a Su Culto.
Quizá lo justo sería desplazarme sobre el filo de esa espada que separa la Oscuridad de la Luz. Lograr el equilibrio. Pero con una existencia tan efímera, vegetando en un Mundo en el que prima el trabajo sobre la Vida como condición ‘sine qua non’ para la subsistencia, sin olvidar el apetito por vicios y caprichos, inherente a mi condición de sempiterno epicúreo, me resulta tremendamente complejo. Lo real debe ser, entonces, permitirme sucumbir al encanto de lo umbroso, enredarme en su tela, vivir en la fantasía que trae aparejado moverse en lo anochecido, dejar que sus brazos me envuelvan hasta que las mieles de la penumbra, néctar como ningún otro, me adormezcan. Y transcurra, inexorable, el paso del Tiempo.
Si la Noche transforma, interpreta lo que ven nuestros ojos para confundirnos, para acercarnos más a nuestros más íntimos deseos, anhelos, soledades, vacuidades, hace muchas de una misma cosa, la Luz me causa el efecto contrario. Me torna melancólico hasta el aburrimiento, la apatía, la desidia, la abulia. Hace que todo lo que me rodea me parezca un continuo. Y me torna en uno de muchos. Un árbol más del bosque, ajeno a lo que me rodea.
Corren tiempos oscuros. Nos movemos, habitamos entre sombras, saliendo de casa cuando, aún, es de noche y volviendo a la misma apenas aquélla viene de vuelta. La Luna, a veces, mudo testigo.
Tan solo alguna mañana, un incipiente rayo de Sol hace temblar mi subconsciente, aún vivo entre los vapores de un sueño no siempre reparador, devolviéndome a la cruda realidad. Pero eso solo ocurre dos de cada siete días. Y no siempre el Día y Yo amanecemos despejados como para apercibirnos de que, efectivamente, el Astro ha vuelto a las andadas. Aguardo, paciente. Y salgo a la Luz de la Noche para completar el círculo hasta casi la hartura, el empalago, de rendirme a Su Culto.
Quizá lo justo sería desplazarme sobre el filo de esa espada que separa la Oscuridad de la Luz. Lograr el equilibrio. Pero con una existencia tan efímera, vegetando en un Mundo en el que prima el trabajo sobre la Vida como condición ‘sine qua non’ para la subsistencia, sin olvidar el apetito por vicios y caprichos, inherente a mi condición de sempiterno epicúreo, me resulta tremendamente complejo. Lo real debe ser, entonces, permitirme sucumbir al encanto de lo umbroso, enredarme en su tela, vivir en la fantasía que trae aparejado moverse en lo anochecido, dejar que sus brazos me envuelvan hasta que las mieles de la penumbra, néctar como ningún otro, me adormezcan. Y transcurra, inexorable, el paso del Tiempo.
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