En la soledad de la noche, los ‘tic’ del reloj de la biblioteca son cada vez más ‘tac’. Su martilleo, incesante, se propaga en la oscuridad, rebotando una y otra vez contra las sombrías paredes, imposible de ser ahogado por los vetustos volúmenes y las recias maderas que los sostienen, reverberando en el silencio, haciéndome sentir como si acabara de despertarme, solo, en una inmensa catedral, dejando una huella profunda y umbrosa en mi cuerpo y aún más en mi alma.
Los más de los días, no sin esfuerzo, salgo huraño de mi lecho y me arrastro hasta el baño donde, desganado y sin esperanza, alzo la cabeza del suelo para, desde las telarañas que nublan mi visión encontrarme, resignado, cara a cara, en un vetusto armazón de madera y nitrato de plata, un pálido reflejo en el que tan sólo distingo vagamente el rostro de un tipo al que ya no acierto a reconocer ni tan siquiera como un triste recuerdo de lo que alguna vez llegó a ser.
A veces deseo mutar, renovar por completo mi cuerpo, irreconocible por los demás, manteniendo mi mente intacta y sabia, recomenzando una y otra vez amparado en una madurez física plena hasta el fin de los tiempos… ¡Sueños!
Cada año, ¿el final? está más cerca. Y no, no temo a la muerte, ni al dolor. Tan sólo, quizá, a lo desconocido, a qué vendrá después. ¿Sentiré de nuevo el calor de unos senos firmes en mis manos, la humedad en mi boca de una lengua ajena a la mía? ¿Seré capaz de amar, de nuevo, alguna vez? ¿Volveré a sentirme amado?
Tan sólo me queda la esperanza de convertirme en energía pura, en puro cosmos y vagar por la negrura del infinito eterno alimentándolo, contemplando galaxias cada vez más remotas, cada vez más hermosas, que me darán su brillo a cambio de lo que alguna vez me mantuvo vivo, en pié, sobre este planeta privilegiado habitado por generaciones de seres humanos miserablemente estúpidos e ignorantes, incapaces de ver más allá de su propio ego, tan vacío como ellos mismos y que algunos llaman Tierra.
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