¡Qué paz se respiraba ahora! Sentada en su sillón de siempre, frente al amplio ventanal que iluminaba su salón, Mónica observaba cómo las volutas de su cigarrillo rubio se difuminaban antes de llegar al techo, absorbidas por la penumbra. ¡Por fin en casa! ¡Ya era hora! – pensó –. Ya era hora. Cada año soportaba menos las malditas vacaciones estivales. Atascos interminables; maridos ricos, como el suyo, que nunca dejaban a un lado el trabajo…, ni perdían de vista un bonito par de piernas; niños mimados, maleducados, campando por sus respetos; veladas interminables; sol sofocante; conversaciones triviales hasta el hastío; esposas infieles, como sus maridos, tan sólo preocupadas por su aspecto… Pero ya estaba en casa. No sabía bien cómo ni en qué momento tomó la decisión. Sólo que, ahora, sí que se sentía bien. Debo poner en orden la casa, antes de que vengan – se dijo.
En la calle, los vecinos del lujoso barrio residencial se agolpaban en la acera, frente a su ventana. Ecos de sirenas podían oírse cada vez con más intensidad.
Un olor acre dejaba en sus labios un sabor a cobre. Ajena a todo lo que ocurría fuera y exhalando lo que apenas se asemejaba a un resignado suspiro, alargó su mano izquierda para tomar de la mesita su vermouth cuando alguien gritó: ¡Abran! ¡Es la Policía! Mesándose ligeramente el cabello, dedicó una mirada furtiva a los cinco cadáveres que se amontonaban en la carísima alfombra turca. Una gota de sangre que no era suya resbaló de sus dedos para caer sobre el líquido y permaneció flotando durante unos segundos, sin diluirse en el alcohol, como una aceituna siniestra. ¡Qué paz se respiraba ahora!
1 comentario:
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