Quizás ha llegado la hora de aceptar que
nuestra crisis es más que económica. Sí. El agujero es mucho más profundo de lo
que parece, de lo que nos cuentan. Nuestra crisis, entre estos y/o aquellos
políticos, va más allá. Más allá de la codicia de banqueros y sus primas (de
riesgo).
Debemos asumir que nuestros problemas no
se acabarán cambiando nuestra opción de voto de un partido a otro y tiro porque
me toca (las narices), ambos caras de una misma moneda devaluada, protagonistas
de un juego de la oca más que gore en el que tanto la que da nombre al juego
como sus protagonistas acaban degollados por no se sabe qué misterioso asesino.
No. Nuestros problemas no se acabarán con nuevas baterías de medidas
urgentes. Ni con huelgas generales a destiempo, caducas y trasnochadas, que
cuestan a los trabajadores (a los pocos afortunados que quedamos en activo en
este país) más de lo que conseguirán jugándose el tipo ante una policía que,
parece, no está por la labor de comportarse como aquellos otros lo hicieran durante
la Revolución de los Claveles en nuestra vecina Portugal (menuda lección nos
dieron).
El asunto radica en reconocer de una
maldita vez y para siempre que el principal problema de España no es estar a la
altura (midiendo a la baja, por supuesto) de Grecia, el nunca convergente euro
o los 'Merkels' y 'Hollandes' de turno.
Luego de tantos años de Dictadura Militar,
de blancos y negros tan sólo interrumpidos por una gama eterna, inacable, de
grises, después de una Transición incruenta y de una incipiente, tierna e
ilusoria Democracia, estamos obligados a admitir que, ¡por fin!, ha ocurrido lo
que parecía imposible: nos hemos convertido en un país mediocre.
Pero antes de nada, debo puntualizar que
ningún otro país alcanza semejante condición de la noche a la mañana. No es fácil.
Tampoco en tres, cuatro o cinco años. Todo esto es consecuencia de una cadena
que comienza en la escuela, con una educación harto 'sospechosa' en continente
y contenido, y acaba en la clase dirigente de la que disfrutamos desde
hace mucho tiempo. Demasiado. Hemos sido, todos, partícipes, de la creación de
un estatus cultural en el que los mediocres pasan de ser los alumnos más
populares en el colegio, a los mayoritariamente votados en las elecciones,
sin importar lo que hayan hecho, hagan o pretendan hacer, pasando por no haber
trabajado en su vida o, si lo han hecho, a ser los primeros en ascender en su
oficina (como en la escala política), plenos de deméritos, cumpliéndose, así,
una vez más, el Principio
de Peter.
Estos individuos suelen ser también los que más se hacen oír en los medios de
comunicación.
Y nos hemos habituado tanto a su mediocridad que hemos acabado por
aceptarla, como estado natural de las cosas, como el que acepta pulpo como animal de compañía.
Y sí, existen excepciones, pero éstas,
casi siempre, quedan reducidas al deporte y/o algún que otro representante de
la Cultura (con Mayúsculas) y no sirven para negar la evidencia.
Mediocre es un país en el que sus habitantes pasan
una media de 134
minutos al día frente a un televisor
que ofrece, principalmente, basura.
Mediocre es un país que en toda la Democracia no ha dado
un presidente que hablara inglés o tuviera mínimos conocimientos sobre Política
Internacional.
Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo
rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo.
Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo
hasta la saciedad en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del
mundo desarrollado.
Mediocre es un país que no tiene una sola universidad
entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a sobrevivir
en el exilio (¿les suena?).
Mediocre es un país con un 25% de su población activa en
paro, con una disminución del 12% con respecto a las compras en el pequeño
comercio y que, sin embargo, encuentra más motivos para indignarse cuando
marionetas televisivas de un país vecino bromean acerca de sus deportistas.
Mediocre es un país en el que la brillantez del vecino
provoca recelo, la creatividad es marginada (cuando no penalizado su plagio) y
la independencia sancionada.
Mediocre es un país que ha hecho de la mediocridad la
gran aspiración nacional, perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes
que pierden el trasero por ocupar la próxima plaza en 'Grandes Hermanos', 'Operaciones
Triunfo' y/o 'Gandia Shores'.
Mediocre es un país en el que sus políticos se dedican a
insultarse sin aportar una sola idea buena para el Pueblo.
Mediocre es un país cuyas empresas están lideradas por
jefes que se rodean de mediocres para disimular su propia mediocridad.
Mediocre es un país en el que estudiante de futuro
prometedor es perseguido, ridiculizado y vilipendiado por aquellos compañeros
que no valoran la inteligencia y/o el esfuerzo.
Mediocre es un país que ha permitido, fomentado y
celebrado el
triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones más macabras (y
determinantes) aún si cabe que las del acto 3º-escena 1ª del glorioso Hamlet shakespiriano, haciéndolo como más del
siglo XXI:
To be or not to be: that is the question.
Si es más noble para el espíritu marcharse
o dejarse engullir por la imparable marea
gris de la mediocridad.